Tengo un refugio secreto en el que recalo cada vez que la realidad se ensaña conmigo. Pocos saben de su vacilante existencia y, menos aún, dónde está ubicado. Huyo hacia allí en cada día gris y nublado, también lo hago cuando me ahoga la muchedumbre de la ciudad y, a veces, incluso el discutir minucias me empuja sin darme cuenta hacía allí. Es un lugar copiado; el original me lo mostró el Duque de Balvanera, así se llamaba a sí mismo uno de los enclaustrados más vetustos del hospicio.
Yo cursaba la carrera de enfermería con las estrecheces del pobre, por eso trabajaba como ayudante todoterreno del Doctor Erikson quien, a veces, reconocía mis esfuerzos con algún dinero extra. El Dr. era viejo, alto y de ojos tan claros que no parecían tener color, tampoco su cabello que, tan blanco como el guardapolvo que usaba, lo hacían parecer un fantasma que vagaba con un maletín.
Sus mejores épocas habían pasado pero él porfiaba en su profesión con una simpatía que siempre le arrimaba pacientes. Con el tiempo me di cuenta que no era sólo simpatía: era preocupación y empatía. Le dedicaba a cada enfermo el tiempo que hiciera falta y muchas veces la sola charla acompañada con la receta de algún placebo inútil, bastaba para curar.
Su virtud más atrayente era que resultaba barato, no por sus emolumentos, los cuales fijaba o regalaba según las condiciones del visitante, sino que sus prescripciones elegían con arcaica sabiduría los componentes de menor costo. También tenía asignada la tarea de mantener la salud física de los internos del hospital para locos, de modo que dos veces por semana cumplíamos con regularidad esa tarea.
No le correspondía la parte psicológica o psiquiátrica, pero su oficio lo llevaba a mantener largas conversaciones con los internos más antiguos. Docenas de relatos escuché en esas ocasiones, algunos con pesar, algunos maravillado y otros, francamente, con desconcierto.
Un asiduo paciente era, precisamente, el Duque de Balvanera, pues con frecuencia lo encontrábamos magullado y lastimado por arrojarse desde las escaleras o las mesas. El Dr. trató mil veces de sonsacarle las sinrazones de su conducta sin éxito, hasta que un día particularmente nefasto confesó.
Explicó que tenía dos vidas: una era esta, la de loco. Sin embargo, en su mente tenía otra donde su ducado existía abarcando una pequeña isla al sur de Grecia y en su morada, de estilo minoico, ondeaba su estandarte protegido por almenas taurinas.
Había plantado palmeras datileras traídas de Egipto, olivos de la Grecia continental y varios tipos de citrus provenientes del medio oriente. Gracias a una fuente natural de agua dulce, que formaba un arroyo, había convertido la isla en un vergel que la naturaleza llenó de vida. Las playas circundantes eran de arena dorada donde rompían, espumosas, las aguas de un mar mitológicamente azul. Por eso, cuando esta vida de loco se le hacía insoportable, un golpe en la cabeza lo trasportaba libre a su isla. Al terminar nos miramos con el Dr. y embelesados compartimos su visión y su locura, sin atrevernos como otras veces, a recomendarle que evitara las caídas.
Finalmente terminé mi carrera, además, visité algo del mundo y desde aquel día mi imaginación creó otro islote pequeño, ubicado al oriente del Duque, dónde huyo sin necesidad de golpes cada vez que la vida se amarga. Ayer, divagando desde él, divisé junto al Almenar del estandarte, una nueva casa totalmente blanca.
Con un mal presentimiento visité el viejo hospital de locos y el director me confirmó lo que temía: el Dr. Erikson, en cuanto detectó en sí mismo demencia senil, dispuso que se lo alojara en la misma habitación que el Duque y así, cada tanto, rodando juntos por las escaleras vuelan sin locura a su feudo.
Carlos Caro
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