Un rayo de sol escamoteado a las nubes, un picaflor que, por madrugador, encuentra sus flores todavía cerradas y una brisa tan fresca y estimulante que como un ventarrón se lleva mi somnolencia, dan comienzo al día. Oigo, invasores, los ruidos de la casa y más lejanos, los de las calles y la ciudad; se avecina el desayuno con tal enfrentamiento entre la vajilla y los cubiertos que parece el almuerzo o la cena. Sin embargo, será frugal y apresurado, para aprovechar el día de feria pedaleando en el parque con Javier.
Pasa por mi y partimos a buen ritmo sobre las bicicletas. Esta ciudad no se compadece de ellas. En realidad, no se compadece de nada, ni de las piernas ni de los automóviles. Escalonadas hacia el río las calles escalan montañas y descienden precipicios. Agotados conquistamos cada cumbre y desorbitados rodamos abajo por sus laderas. Algunas son tan empinadas que los automóviles sólo pueden subirlas en la velocidad mas corta. Siempre me pareció que, como murallas concéntricas, defendían por simple agotamiento, la plaza principal.
A esta hora, el parque está lleno de gente que trota, camina o pasea, bordea el orgulloso rosedal y se escabulle bajo la sombra de los árboles. Hoy es lugar de reunión y nos exhibimos en la gran marquesina regalando sonrisas a las chicas bonitas y saludos a los amigos. Precisamente, nos cruzamos con el Gordo Ortusa y el Colorado Salcedo remarcando con carcajadas nuestros sobrenombres.
Qué curiosa costumbre la de los apodos, nos inmovilizan en el tiempo y en la memoria de los demás. El Gordo ha perdido tantos kilos en este último año que tendremos que llamarlo por su antónimo, al Colorado se le ha oscurecido el pelo y ya solo parece castaño, Javier (Narigón), comenzó a usar anteojos de grueso armazón y ha proporcionado su cara. Solo yo mantengo incólume el origen de mi apodo, no he crecido ni siquiera un milímetro.
Si bien el paseo ha sido provechoso en posibilidades, no es más que un aperitivo que anuncia esa danza de vanidades que será la caminata alrededor de la plaza. Imagino que acordaremos reunirnos en la esquina de casa y entonces, con saludos hacia un lado y hacia el otro, iniciaremos el eterno carrusel.
Quizás con una cerveza allí o con un helado más allá, pasaremos la noche entre confidencias y chismes, recuerdos y anécdotas. Será como un globo que se desinfla poco a poco y, cuando sólo suenen sobre las veredas nuestros pasos solitarios, nos iremos a prolongar en nuestros sueños este hermoso día.
Llego jadeante por la agitación del paseo en el parque y entro a una maquina del tiempo. Hoy, almorzaremos tarde y desfallezco de hambre. La familia ya está reunida a la mesa y espera que la fuente de fideos, con su presencia, indique la largada. En medio de las charlas, papá hace una seña perentoria y se apagan, expectantes, las voces.
Prestamos atención. Alguien dejó encendido el televisor en la habitación de al lado y oímos que en una remota ciudad de Texas como si fuera en un bárbaro desierto, han asesinado a balazos al presidente Kennedy. Aún recuerdo ese momento, de esas cosas todavía no entendía nada, pero la seriedad de papá, me provocó un oscuro presentimiento de que el mundo que había conocido acababa de cambiar, definitivamente, bajo mis pies.
Carlos Caro/MJ
Paraná, 25 de noviembre de 2014
Descargar PDF: http://cort.as/USoR
¡Qué lindo cuento! Muy bueno, saludos
ResponderBorrarGracias Mónica, un beso
BorrarUna fecha inolvidable para los que la vivimos. Los reportajes continuos en la tele. No había más noticia ni más programación que el atentado en blanco y negro... Para niños pequeños que éramos, fue un verdadero latazo. Un buen relato Carlos Un abrazo
ResponderBorrarCarlos
ResponderBorrarMe han encantado las descripciones y esos apodos por los que se sigue llamando a los que ya no les pegan. Hes subido y bajado con ellos.Bonito relato y triste recuerdo de unos actos que todos recordamos.
Un saludo