Hoy es de esos domingos en que no encuentro nada que hacer, ya me ha pasado antes y sé, que si porfío en ocuparme, terminaré destrozando algo. Mi edad ha esclavizado al tiempo y con la semana me basta y sobra para poner en orden mi mundo. Esa inmensidad se ha reducido de continente, país y ciudad a: plaza, calle y hogar. Recorro la casa de una punta a la otra como un tigre en su jaula, toco enseres y muebles, acaricio libros y fotos, en una búsqueda de nuevos recuerdos y anécdotas. En efecto, a medida que se apilan los años, más y más los rescato de mi pasado.
Los roperos y armarios me derrotan en este propósito con sus ropas escondidas ¿Cómo deshacerme del traje que usé al casarme en el registro civil? ¿Cómo hacerlo con las ya inútiles corbatas? Algunas de seda y de los más variados colores. Los cajones por el contrario parecen florecer cuando los abro, me abarrotan con sus contenidos que desparramo curioso, aquí y en mi memoria.
En el comedor encuentro los grandes manteles que usábamos en las cenas importantes cuando agregábamos las extensiones a la mesa y hasta diez personas tenían lugar. Blancos o crema los vestíamos con herencias: los platos de la más fina porcelana y las copas de cristal tallado que parecían llenas de estrellas; ni siquiera el centro de mesa hecho con las más hermosas flores del jardín podía competir con ellas. Completaba el escenario la platería del tío Luis quien porfiado nos la había regalado como presente de bodas. Pobre tío, qué molesto que estaba aquel día; luego del civil no hubo fiesta ni “boda”, solo escapamos riendo hacia la luna de miel.
En cuanto corría un poco de vino, las inhibiciones retrocedían y avanzaban las risas. Una cálida sensación de amistad nos unía, algunas veces se aprovechaba para hacer algún negocio pero en general, se compartían chismes de los presentes y maledicencias de los ausentes. Las voces seguían el ciclo de la bebida, aumentaban y se superponían hasta el clímax que indicaba la prudencia y entonces aparecía el café, los ánimos se calmaban y comenzaban a gotear las despedidas.
Los años pasaron y extraño esas cenas, no sé por qué dejamos de hacerlas, formábamos un lindo grupo. Nos hemos ido alejando…, claro, medito sarcástico, algunos lo hicieron tan lejos como hasta el cementerio. Eso me da la idea, como sobreviviente de la batalla pasaré lista y si son más los caídos, propondré hacerlas otra vez en el mismísimo camposanto para estar todos juntos nuevamente.
Esperaremos la noche más oscura, con fantásticos lobos que aúllen a una luna inexistente, tentaremos al diablo con los remedos de nuestras almas y vanas promesas, quizás hasta consiga algún zombi; usaremos desafiantes varios candelabros de velas rojas y, al brindar, sabremos que en la realidad o la fantasía, seamos humanos o fantasmas, estemos del lado que estemos las cenas nos acogerán.
Carlos Caro
Paraná, 29 de octubre de 2014
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