Mi mamá me ama, frase que ha sido la promotora del complejo de edipo masculino desde que la docencia se hizo cargo de la educación, totalmente parcial, olvida los anhelos de las niñas que deben buscar otras teorías que expliquen el enamoramiento hacia sus padres. Hago un paréntesis en el discurrir de estos pensamientos, dejo el escribir, pierdo la vista en el jardín soleado y recuerdo.
Salgo corriendo de la escuela, vestido con guardapolvo blanco, junto a otros cientos de escolares; la gran avenida del frente nos contiene como represa y nos desparramamos como lago en espera de la luz roja del semáforo para cruzar. Descubro a mamá, con sorpresa, entre esa multitud, ¿qué hace aquí?, no es común que venga a buscarme. No importa, me alegro de verla y corro hacia ella con un brazo en alto, haciéndole señas, para que me distinga y no se vaya sin mí.
En otro tiempo y ciudad, su cara se transforma, pierde la sonrisa y con un rictus de fastidio me persigue enojada con la sandalia amenazante. He hecho ruido durante la siesta y como guardia pretoriana del sueño de mi padre me depara un justo castigo.
Un pájaro en el jardín tironea de una lombriz y me distrae; vuelvo la cabeza y veo a mamá en mi mente como entonces ocupar con una gran fuente de ravioles en sus manos, el marco completo de la puerta de la cocina. La familia entera espera ilusionada ese rito de los domingos, aun casado, seguí asistiendo a esas maratónicas reuniones llenas de novedades, chismes y carcajadas.
La vida y la fortuna nos sonreían y como un viento divino nos impulsaban. Es extraño cuan fácilmente olvidamos nuestra condición humana y Dios o el destino nos la recuerdan inclementes. Me siento culpable, hace demasiado tiempo que no visito a mis padres, que no me acerco al panteón familiar del cementerio.
Vuelvo a sentir ese peso en el pecho, oprimido por la necesaria losa de olvido que terminó con mi juventud y me permitió seguir adelante cuando ambos murieron ¿Cómo llegué hasta aquí?, me pregunto. Pues…, con treinta años vividos en balde, haciendo lo debido y sin escuchar al corazón.
Ahora me redimo con apenas una hoja de papel y un bolígrafo de plástico, retomo la frase escolar ya siendo padre y, escribiendo, puedo entender sus desvelos, sus cuidados y también mi amor por ella que encuentra la grieta en la losa y florece de nuevo borrando años. La edad me ha dado la certeza y con ella sé, que aunque no la vea, está junto a mí y, en cuanto termine mi camino en este mundo, nos reuniremos todos nuevamente.
— ¿No?
Como un alegre fantasma luciendo como entonces, congelada en el tiempo, cierra las cortinas para que el sol no me encandile.
— ¿Tampoco?
Ya se hace la hora del almuerzo y, molesta, la aparición me quiere apartar para colocar el mantel en la mesa.
—Por Dios, mamá, no te viene bien ningún final ¿No me vas a dejar terminar el cuento?
FIN.
Carlos Caro/MJ
Paraná, 14 de noviembre de 2014
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