6/4/15

El bote



Me despierto de improviso en un lugar desconocido, blanco, se balancea y hay un olor y golpeteo que, si bien sé conocidos, no consigo identificar. Con desconfianza solo muevo mis ojos y extrañado me encuentro en el fondo de un gran barca. El olor y el golpeteo son sin duda del mar. Me pongo de pie tambaleante no solo por el vaivén de la lancha si no por el gran chichón que me deforma la frente. Pensé encontrar allí un cuchillo clavado, tal era el dolor, y mis dedos recorren tantean y laceran la hinchazón.
Con los ojos apretados por un sol sin escondites, sigo al mar azul oscuro hacia todos los horizontes. No hay nada ni nadie. Me concentro en la embarcación: blanca, grande y de gruesas maderas, seis remos y tres tablas que hacen de asientos, proa y popa que, tras pequeñas puertas, sugieren escondidos almacenes de vituallas. Intento recordar la fecha, pero con un  nuevo miedo descubro que no recuerdo ni siquiera mi nombre; más aún, ni siquiera recuerdo cómo llegué aquí ¿Aquí dónde? Desespero.
Cuando ese otro sol que confunde mi cerebro se vuelve una sorda palpitación, comienzo a recorrer la embarcación. Efectivamente el baúl de popa contiene salvavidas, un gomón y una pistola de señales. El de proa es el que más me alegra, está lleno a rebosar de latas y viandas de comida pero, sobre todo, contiene dos bidones de agua dulce. Mientras mastico sin cesar algunas galletas, trasiego agua alienado por la sed. En cuanto me siento mejor, me detengo bruscamente; alarmado, recuerdo que en libros y películas he visto que lo que más se cuida es el agua ya que la del mar no se puede beber. De inmediato hago raciones. De comida es fácil, hay mucha. El problema es con el tamaño de las raciones de agua ya que no sé el término del viaje.
Ya repuesto, estudio la situación: de mala a malísima. Debo estar muy lejos de la costa pues ni siquiera las gaviotas se ven por aquí. Aunque no sé de qué me serviría pues tampoco conozco mi rumbo ya que lo único roto en el baúl de popa es la brújula. Más que enojarme pienso que ha sido alguien misericordioso con un náufrago condenado a la demencia. También encuentro un sextante de bronce, parece un aparato muy importante, pero el problema es que no tengo la más mínima idea de cómo se usa.
Mis días pasan tranquilos. Con el gomón y algunos remos, he construido un refugio que me protege de ese sol desorbitado: un día amanece por un lado y al siguiente por el otro. Una breve tormenta me permitió recoger agua y, con ello, reponer la consumida y algo de mi cordura. Los días parecen tener más horas, cada una más aburrida que la otra, y ya ni siquiera marco la cuenta que iba llevando, sólo se apilan sobre mi alma.
Sin recordar nada todavía, te he llamado Azucena. Primero te hablaba durante horas de lo que debió ser mi vida pasada. Sin embargo, ahora, más acostumbrado, oigo tu chispeante voz. Me cuenta cosas sencillas, de todos los días, de esos días que ya no vivo. Tus sonrisas son más blancas que la chalana, y tus risas provocan las mías produciendo una algarabía que aquí se debe escuchar a kilómetros de distancia. Mis comidas saben mejor con tus especias y llenar el cuaderno de bitácora todas las noches se ha vuelto una grata tarea si vos sostenés la vela. Por fin, buscando dónde está la luna, apelotono una manta y apoyo allí mi cabeza, pienso que está sobre tu regazo y para dormir miro la estela blanca mientras, con amor, acaricias mis cabellos.
Así, sin vida, apoyado en tu falda, seré encontrado algún día y esa gente necia pensará que mi sonrisa no es para vos, que solo es mera locura.

Carlos Caro
Paraná, 18 de diciembre de 2014
Descargar PDF: http://cort.as/USor


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