Encontré el CD que tanto te gustaba en una búsqueda descabellada leyendo las portadas de cientos de ellos, ordenados en prolijas pilas de diferentes alturas. Atestaban ese pequeño lugar y sólo distinguía las diferentes torres por el género: melódicos, jazz, caribeños, tangos, modernos y actuales. Esto me explica el extraño dúo que lleva adelante el negocio: los modernos terminan en el dos mil con el abuelo y los actuales comienzan en el dos mil trece con el nieto. Podrían esperarse desavenencias, pero no, y ambos parecen felices con el acuerdo.
No es un establecimiento que te gana por la estética. Descascaradas paredes de colores indistinguibles, polvo por doquier y laberínticos camino entre las pilas de CDs. Sin embargo, es el más conocido de la ciudad; si hay algún CD que te falte, allí estará, claro…, si lo encontrás. Para mí fue fácil ubicar el tuyo en melódicos, le agregué otros para que se sintiera acompañado, luego husmeé en modernos y conseguí varios de los Beatles.
Intento que todo sea como antaño, por eso, mientras no estás, he revisado todo, pulido la plata, limpiado la losa, lavado y planchado los manteles. También he preparado los candelabros y comprado velas, desempolvado ese bellísimo par de copas afiligranadas de oro, por si queremos hacerlo más íntimo.
En un frenesí imaginado de juventud, he recorrido la ciudad buscando las mejores viandas y los mejores vinos. Sé que falta mucho tiempo pero no puedo con mi ansiedad. Esta noche llego, pruebo y cambio de lugar las lámparas del living y las del comedor, quiero el tono de luz exacto. Cuando lo obtengo, me desplomo en un sillón y mis ojos despiertan en aquella noche.
Se conmemora con un gran baile una fecha patria. De estricta etiqueta, las mujeres de largo y los hombres de traje, chaleco, pañuelo y pequeña flor o escarapela en el ojal de la solapa. En cuando entramos, la luz te sonroja y te hace brillar entre las otras. Tu vestido, que ahora aletea y gira en la luz, no logra opacar tus ojos. Sigo con ansias lo profundo de tu escote en la espalda y me dejan sin aliento, empequeñecido, esos preciosos zapatos de altos tacos aguja. Todo da vueltas en trozos de charlas, canapés y champán. Es un barullo de flores multicolores que sonríen y charlan. Y que ya el alcohol me hace confundir.
Se aparta por fin la gente y suena el primer vals. Si hay algo que nos gusta es dejarnos ir girando sobre el parquet; dos, tres veces nos dejan disfrutar hasta que comienzan con los melódicos. Me abochorno porque mi brazo no sabe qué hacer con tu espalda tan desnuda y mis labios tiemblan al borde del beso junto a tu cálida mejilla. Nuevos ritmos vienen en mi ayuda y con su bailar separados reponen apenas mi auto dominio. La fiesta sigue en olas de febril actividad y otras de relativa calma.
Ya se juntan en los pasillos menos transitados los palotinos. Son, en general, jóvenes sin pareja que han bebido más allá del poder humano pero que, siendo de buenas familias, esto no se debe notar, por eso el mote, parecen palotes inertes; si les das un piquete en el ojo no lo sienten, ni siquiera intentes quitarle la copa de la mano y por mucho que quieras, tampoco pierden la verticalidad.
Regreso superponiendo las vistas de aquel salón y de mi casa. Me queda la duda de cómo sonará la música de modo que cargo tu CD en el equipo de música y, mientras ajusto el volumen y los graves, mis pies se mueven solos a su son. Ese fue el comienzo del horror: patino y casi caigo, revoleo el control remoto y, al ir en su búsqueda, bajo la cabeza y caen mis lentes. Por eso tomo el control al revés y hago sonar los cientos de watts de potencia que, imagino, tienen los parlantes. El aturdimiento me paraliza y sólo reacciono a los violentos golpes de los vecinos sobre la puerta. Apago todo y, más tarde, escarmentado, pienso que las pruebas del sonido solo las haré en horas de trabajo. No dejaré que esos esclavos de la rutina mengüen los sentimientos que revivirán nuestras canciones durante la fiesta.
Carlos Caro
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