En cuánto salí a la calle lo sentí y me llamó la atención el horizonte desorbitado, en realidad ese día no tuvo amanecer por la tormenta que se perfilaba. Era tan oscura que parecía hecha de arena o de tierra; por esto aún se percibían, locas, la luna y las estrellas ocupando medio firmamento. Mientras intentaba andar mi camino, la humedad y la baja presión me aplastaron contra la vereda; me sentí pequeño y desprotegido por una premonición que me llenó de angustia pues no podía identificar su origen.
Un portento se aproximaba y en mi interior presentía la catástrofe que traería. Entonces giré, me perdí y me reencontré rezando no sé a qué Dios. Con mi espiritualidad a flor de piel, no hubo alegría al recordar mis sombras familiares, solo el dolor de su pérdida; también rememoré los pecados de mi vida entera y mi conciencia, como un verdugo, trajo al presente cada culpa y mala intención, aun las que con el tiempo había olvidado. De modo similar, mi corazón se desahogó y lloró todo el amor y todo el cariño extraviado y marchito por los años.
Sin cordura, parecía una sombra que, sorprendida, veía difuminarse al mundo: cada casa, cada flor o cada árbol perdía sustancia y se unía a la niebla. El aire se cargó de electricidad y un viento frío terminó de arrimar las nubes hambrientas, que mostraban sus bocas resplandecientes por los relámpagos en sus gargantas.
Entonces fue cuando lo vi. Se acercaba oscuro y desgajado por el viento, parecía perder partes de sí, que luego recomponía. Portaba una bolsa que sonaba a quincallería, su cabeza y rostro se protegían ocultos por un velo de humo y, cuando me ordenó que lo siguiera, me estremecí bajo una mirada enloquecida cuyos ojos no distinguía. Ciego y sordo por el vendaval, me encontré de pronto frente a la puerta de mi casa.
Allí me ofreció lo que llamó un pararrayos: consistía en una base que era un Ankh egipcio y sobre éste una medialuna musulmana atravesada por una cruz cristiana cuyo brazo mayor apuntaba filoso y desafiante. Mi cara debe haber reflejado la sorpresa, pues me aclaró con burla que nadie conocía a los dioses de la tormenta. Agregó, antes de seguir, que me apurara a colocarlo y que reconociera el haber sido elegido.
Sin dudarlo, subí a lo más alto y lo planté como protección en la azotea. En ese momento comenzó a llover y, con los ojos entrecerrados, observé el artilugio que pareció estallar frente a mí cuando un rayo cayó sobre él. Tal era su potencia que lo hizo brillar al rojo vivo y la onda expansiva, desarticulado, me hizo rodar lejos.
Las centellas caían sobre la ciudad sin cesar y parecían querer forjarla de distinta forma al martillarla sobre un yunque, por eso los incendios se propagaban por doquier. No podía apartar la atención del tremendo espectáculo, cuando en la esquina reconocí al portador de pararrayos que subía a su horrible montura. Entonces comprendí mi suerte y mi destino. Él era uno de los cuatro jinetes profetizados para el final de los tiempos y yo…
Yo era su testigo.
Carlos Caro
Apoteósico final. Me parece ser el testigo que desde la azotea contempla el fabuloso espectáculo. Enhorabuena, Carlos. Un beso muy grande
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